El Menú de la Tele


Lentejas sancochadas con algunos cuadritos de jamón, café descolorido y tortillas tiesas, el menú de la mañana. Con el piso como mesa, los 13 reos de planta en el área rosa, nos observamos como tratando de encontrar algún sabor a la comida. Como si el destino quisiera burlarse de nuestra condición, en la tele, un chef ataviado de blanco, suelta la receta del día: Cordero a la naranja y postre de piña.
—Comemos mejor nosotros que esos pendejos, —dice uno de los nuestros y todos se sueltan a reír a carcajadas. En los informes presupuestales de las autoridades penitenciarias durante el régimen pablista, el menú contrasta con la realidad: huevos al gusto, plátanos fritos, frijoles refritos, queso, crema, salsa de tomate, café tortillas, pan y jugo de frutas. ¡Nada qué ver con los desperdicios que nos sirven por las mañanas!
La hora de la comida no es diferente. Cuando la “generosidad” explota, sirven caldo de res semicocida, chayote y papas. Todos sospechamos que es carne de caballo por el color rojizo y el tejido cuadriculado de los músculos. El resto de los días, pollo con lo mismo.
De cena, un banano verde (hay qué esperar tres días para que madure la fruta) y una taza de café con sabor a maíz podrido; de vez en cuando, sustituyen el banano por un pan sin sal cargado de gorgojos negros. Y como postre, la eterna burla oficial, pues a pesar del intenso frío, a veces sirven un vaso de agua de frutas con hielo y una fruta de la temporada tan pequeña, que da la impresión que es escogida especialmente para reírse de los reos.
Mientras tanto, el dueño de la empresa que surte las “frugales” viandas en ese penal, cobra millonarias cantidades de dinero. ¿Por dar basura en lugar de una comida digna? Eso sí, en el interior hay cocinas muy al estilo de los grandes hoteles. Es el orgullo de los encargados de alimentar a la población interna. Pero no la utilizan.
Mientras rastreamos algún sabor en la rancia comida, comentamos el caso del nuevo huésped de nuestra área. Al final de la temporada que estuve en “Alta Peligrosidad”, llegamos a ser 23 reos; hacinados en solo cuatro celdas, aprendimos a entendernos. Del nuevo compañero, nos llevó varios días entender su nombre. No lo podía pronunciar; cocida la boca a golpes, apenas abría el único ojo que le dejaron en condiciones deplorables. El otro, de plano, pensamos que ya no lo llevaba en su lugar. El reo a duras penas nos contó que en el interior del penal (un patio enorme donde convergen miles de presos ubicados en los módulos “Café”, “Melón”, “Verde” y “Azul”) lo habían golpeado brutalmente otros presos.
Un día después de un “cateo” general para decomisar armas, un hombre fue llevado a la enfermería con un machetazo en la frente. La herida era profunda; sin embargo, solo le brotaba grasa y agua que le obligaba a cerrar los ojos y a jadear intensamente. No nos extrañaba, por tanto, que a nuestra área llegara un herido más. Somos una especie de enfermeros del penal.
A veces, se tenía que ser duro con algunos enfermos que se negaban a tomar sus medicamentos o no acataban las instrucciones de los médicos. Margarito, por ejemplo, era reacio a cubrirse la espalda, a pesar de lo avanzado de la tuberculosis que lo agobiaba. Una vez le encontramos fumando y se le tuvo que encerrar unas horas hasta que prometió no volverlo a hacer. Otras veces, a pesar del intenso frío, salía al patio sin ropa. Era difícil de convencerlo, hasta que un buen día, se nos ocurrió decirle que le quedaban pocos días de vida debido a la enfermedad que tenía. Santo remedio. Nunca más volvió a salir desnudo ni le vimos fumar.
En cuanto al recién llegado, casi a rastras logró unirse a otro grupo de enfermos. Uno, con las costillas rotas; otro, un anciano de más de 60 años, con una hernia rota y golpes en la cabeza; uno más, con la cara desfigurada. Todos eran de reciente ingreso y contaron que los policías que los detuvieron, dejaron su clásica marca sobre ellos.
Javier, era otro chaval al que teníamos que obligar a llevar su tratamiento contra las adicciones al pie de la letra. A sus 19 años, había tenido tantos ingresos a éste penal, que ha perdido la cuenta. Cambia constantemente de estado de ánimo. Una espesa liga de sangre y mucosidades baja y sube de sus fosas nasales, mientras recrimina al guardia que se ha empecinado en tratar de conquistar a una de las enfermeras y se desatiende de él.
—Me saqué una costra de la nariz desde la tarde y no me para de sangrar —comenta sin ser interrogado y confiesa—: Me hice pedazos la nariz con toda la “coca” que me puse allá afuera y ahora es mi tortura de casi todos los días; hasta con los de la AFI le ponía grueso al desmadre.
—Si los policías eran tus cuates, ¿por qué te trajeron aquí?
—Nomás unos días, de “chivito”. Los mismos “tiras” me pidieron que aguantara vara para no “quemar” a los “patrones” y se pudieran pelar. El bato que me vendía la merca, dejó 32 bolsas de la blanca, pero los polis solo pusieron 26 bolsas en el informe; las otras les dimos mate con el comandante y sus achichincles, ahí en la delegación.
—A ver si te entendí: a ti te traen en lugar de otros. ¿No era más fácil que los dejaran libres así sin “chivo” expiatorio?
—Neeeee. Es que a esos batos los tronaron, en un lugar público y mucha raza se dio cuenta. Para justificar que si hubo consignación, me hicieron el paro por otras ondas que yo tengo pendientes y ¡chales! Pos tengo que apechugar, compadre. Te digo que solo era comprador, no distribuidor.
Aunque Javier dice estar recuperándose “satisfactoriamente” de la adicción a las drogas, admite que su mayor problema ahora es que debe consumir medicamentos controlados que, a decir verdad, no los hay en la prisión. “Cuando no tomo el pinche medicamento, no duermo en muchos días y si logro dormir un rato, sueño que mato a mi familia”, cuenta, con la mirada vidriosa y fija en el piso.
Se impacienta e inicia un repentino ataque verbal contra el guardia y la enfermera. Es controlado por otros gendarmes, esposado y llevado de nuevo a su celda. De la nariz, un chorro de sangre brota con violencia y deja en el suelo la huella de una historia personal.
La contrariedad más grande era que, no obstante el área donde me encontraba es considerada la de más alta peligrosidad, los 13 reos de planta, los más “peligrosos delincuentes”, eran médicos, consejeros espirituales, enfermeros, sicólogos, maestros, hermanos. Los “asaltabancos”, los “secuestradores”, los “maras”, los “asesinos”, los “secuestradores”, esa escoria, esos llamados de “alta peligrosidad”, no son los criminales que me pintaron de entrada. Respetuosos, solidarios, hacendosos, trabajadores.
La cárcel, finalmente, es aleccionadora. Enseña que el hombre, por muy perverso, malo o delincuente, tiene su lado bueno. Aquí lo estoy viviendo en carne propia. Parece que los malos son los que dicen estar del lado de la ley. Paradójico pero cierto.

Entradas populares de este blog

El Byron

La Señora Armendáriz

El Capitán

Amor Mortal

Argueta