La Cruz del Sur


El cielo estaba limpio esa madrugada; brillaba la Cruz del Sur con toda su intensidad, y aunque no había luna, se divisaba el horizonte cargado de cerros en la lejanía. Afuera, penetraba el frío hasta los huesos y el silencio era roto por el motor del vehículo y los esporádicos ronquidos de uno de los tres policías que custodiaban mi traslado. Íbamos al penal de “El Amate”, la prisión de alta seguridad inaugurada por Vicente Fox y Pablo Salazar Mendiguchía.
—¿Cómo quiere que nos vayamos, señor Ksheratto? ¿Rápido o despacio? —quiso saber el que manejaba la unidad sin placas a la que fui subido en la Fiscalía.
—Como quieran. Total, no llevo prisa — le respondí, como no queriendo demostrar miedo.
Reí en silencio al imaginar el momento en que se ordenó —por tercera ocasión en distintas fechas— mi detención por el mismo delito, bajo la misma causa penal y con la misma orden de aprehensión. La Ley ordenaba, antes de mi primer arresto, no privar de su libertad a los periodistas por sus opiniones. Sin embargo, la libertad de expresión había sido llevada al límite por un gobernante que jamás tuvo respeto por las libertades civiles, pese a su arraigada expresión religiosa.
Unos días antes, un funcionario de la Fiscalía me alertó sobre los planes de reenviarme a prisión, derivados por la constante crítica al Gobierno del Estado. Nos vimos en un lugar secreto para no poner en riesgo su integridad física 
—No quiero terminar como muchos de mis compañeros que por cualquier cosa les inventan delitos, los meten a la cárcel o simplemente, pierden su trabajo —se justificó.
—Están furiosos con los del Cuarto Poder, especialmente contra Miguel González, Amet Samayoa, Roberto Domínguez, Sergio Melgar, por supuesto contra vos… Y los demás; he visto los ataques de ira de Pablo Salazar, Mariano Herrán y Rubén Velázquez, cada vez que ustedes escriben sobre la corrupción gubernamental; ¡quieren matarte, cabrón! Mi consejo es que te vayas.
—¿A dónde?
—Pensá en tu familia, éstos cabrones tienen poder y no vaya ser que estén pensando en hacerte un daño más grande; de hecho, el de Asuntos Relevantes, Feliciano Nolasco y el Fiscal Especial Marcelo Vega, te tienen preparada una averiguación previa por delincuencia organizada; yo mismo les he oído decir que si no le bajan a la crítica, la van a pasar mal. Pélate, vete a otro estado, vete a otro lugar y regresá cuando ya se hayan ido… O dejá de escribir. Lo que si te puedo asegurar es que te van a encarcelar a ti, lo más pronto posible. Ellos saben que por el delito de difamación, salís bajo fianza. Te van a inventar otros delitos.
—¿Qué nuevos delitos me habrán inventado, según tú?
—Hasta ahora, es la misma bronca de COCOES. Pero te están armando una averiguación previa por delincuencia organizada; no sé, van a inventar que tienes nexos con el narcotráfico…
—¿Y cómo harán para probarlo si no conozco ni la mariguana…?
—La ventaja que tienes es que el Ministerio Público es muy pendejo y no sabe como cuadrarla, pero ten cuidado. Tu crítica está muy fuerte y Pablo sabe que solo encarcelándote, le vas a bajar de tono. ¡Y aguas!, a González Alonso, Amet Samayoa y Roberto Domínguez, también los tienen en la mira. No sé qué piensen inventarles o qué les vayan a hacer, pero están encabronados. ¡Muy molestos! ¡Te van a matar! Es el siguiente paso.
—Te insisto; no sé ni cómo cuadren una averiguación previa por delitos graves si no soy delincuente, ¡lo sabe todo el mundo! Además, en el caso de COCOES, ahí están las pruebas, ahí están los avalúos, las copias de las pólizas bancarias. El juez Miguel Ángel Villalba, las ha omitido porque así les conviene, así le ordenó el gobernador que actuara… La corrupción en el COCOES no la pueden ocultar de ninguna forma.
—Mira, he visto cómo se las han armado a otras gentes; lo de COCOES, como decís vos, el mismo Pablo sabe que son ciertas y que los agarraste con las manos en la masa; él mismo sabe que llevan las de perder, ¡pero es el gobernador, pues! No va a ceder y quedar como ladrón. Él mismo acepta que la chava que utilizaron para demandarte por difamación, es transa, pero no quieren ensuciarse por ese asunto. Tu averiguación previa la hicieron con las patas, cualquier abogado novato se la haría pedazos, pero como los jueces están a las órdenes de la Fiscalía, así las aceptaron. Es más, el juez solo firmó, todo el proceso ya lo llevaron hecho de la Fiscalía.
—Eso ya lo sé; fueron tan estúpidos que entre los cientos de preguntas que me hicieron, querían saber el nombre de la comadrona y la enfermera que asistió a mi madre cuando me parió. ¿Cuándo crees que me detengan?
—Es la orden de aprehensión vieja con que te detuvieron antes; ni siquiera le han cambiado fecha. La orden de detenerte, la dieron apenas hoy por la mañana, solo están esperando un momento en que no tenga broncas políticas el Gobernador. Estás a tiempo de huir.
—¿Broncas políticas?
—Sí; que tu detención no levante espuma, que no se haga un escándalo. Sabés que Pablo es un cobarde y si tu caso trasciende, y da pie para reacciones de políticos o líderes sociales, la afecta en su reputación de “demócrata”. Pablo no quiere que lo critiquen o le llamen la atención por eso. Mejor vete unos años mientras termina su periodo.
—A la cobardía de Pablo Salazar, yo le agregaría otras cosas — respondí a mi informante en tono molesto. Me haría un gran favor con detenerme de nuevo. No me voy. Esperaré a que me detengan; no soy delincuente. No he matado a nadie, ni violado, ni asaltado, ni tomado recursos públicos para enriquecerme; tampoco he utilizado el poder para perseguir a nadie. Me quedaré a enfrentar la “justicia” de Pablo, no tengo miedo, no soy cobarde. Te lo aseguro, que cuando termine su periodo, va terminar en la cárcel como vil delincuente, porque eso es—terminé de decir a aquel funcionario que externó su preocupación por las consecuencias que tendría si le descubrían reuniéndose conmigo.
Las luces de un pesado camión que pasaron a unos centímetros de mi rostro, me sacaron de los recuerdos de aquella conversación. Volteé hacía atrás y vi las luces de otro vehículo que nos seguía de cerca; era la segunda vez que sentía la sensación que nos seguían. De pronto, reparé en el arma del agente sentado a mi lado. Estaba en medio de los dos, sin su funda y más cerca de mí. Él iba profundamente dormido ó así fingía estarlo.
“Pablo y Mariano son tan perversos que en una de esas, ordenaron aplicarme la ‘ley fuga’”, pensé. Me sentí intranquilo y me corrí hasta el extremo del asiento para no tener contacto con el artefacto de fuego.
“¿Y si prepararon un accidente?” —me pregunté y volví de nuevo la vista para ver al vehículo que nos seguía—. Creí que lo más probable era que estaba entrando en un estado paranoico, así que trate de calmarme.
Pensé en mis hijos y sentí la misma sensación que tuve una lluviosa tarde en la carretera de Motozintla a Huixtla. Un camión cargado de mangos me sacó de la cinta asfáltica cuando intento rebasarme a toda velocidad. Otro camión cargado con materiales de construcción venía de frente y para evitar que mi auto quedara aplastado, opté por virar bruscamente sobre la maleza. El vehículo que conducía, quedó entre el lodazal y el camión que venía de frente, se fue a la cuneta a la otra orilla de carretera. El culpable, como siempre, huyó. En cuestión de segundos, pensé que no volvería a ver a mis hijos. Durante el resto del viaje a Tuxtla, tuve insistentemente la misma idea.
Esa madrugada, me ocurrió lo mismo. No soy religioso pero creo en Dios y le agradecí profundamente la entereza que habría de darles para enfrentar la nueva acometida en mi contra. Y si no les volvería a ver, le pedí que los guiara por el camino del bien para que no fueran como los que, desesperados por no poder ocultar sus maldades, utilizaban la “ley” para esconder sus yerros.
—Deja que nos rebase ese güey que viene atrás de nosotros, ya hace rato que se nos pegó —sugirió uno de los agentes al piloto de la unidad.
—¿Sus amigos están interesados en rescatarlo? —preguntó el oficial que iba a mi lado y que pensé, estaba profundamente dormido.
—No; no son delincuentes, son periodistas —le respondí con enfado por la insinuación.
A la primera oportunidad, el vehículo que nos seguía pasó veloz junto a nosotros y se perdió en la oscuridad de la noche. Sentí alivio. Volví a ver el horizonte y deseé un poco de agua. Sentía la boca amarga. Yo no tenía dudas por qué me sentía así. La desazón de las bebidas que en la noche había consumido con un grupo de amigos, empezaba hacerse sentir. Imaginé la propaganda oficial y las posibles explicaciones que darían las autoridades, pese a que fui detenido en mi casa.
“Se le detuvo en estado de ebriedad y por escandalizar en la vía pública”, rezarían los comunicados para la prensa oficialista, ésa que se vende por unos centavos y que incluso, es capaz de olvidar todo principio ético. Pero una vez terminado el periodo del gobernante en turno, se vuelca contra él con epítetos francamente increíbles.
—¿Desde cuándo convivir con los amigos y tomarse unas copas es un delito? —respondí a un tercer agente que quiso saber el motivo de la celebración esa tarde.
—Eso no es delito —respondió.
—Su delito es no haber firmado el libro de asistencias—.
—¡Caray!, sí lo firmé, he estado firmando…
—Eso explíqueselo al juez —recomendó el mismo agente.
Según el Código de Procedimientos Penales de Chiapas, todo indiciado bajo fianza, tiene derecho a tres faltas justificadas; en mi caso, según el juez en turno, solo hizo falta una inasistencia para proceder, aún cuando la única inasistencia, fue debidamente argumentada. Lo entendí: Pablo Salazar era el gobernador y tenía el poder y las leyes en sus manos… No quería que nadie le echase a perder sus planes de corrupción intacta.
Me revolví en el asiento al recordar que, para evitarle un disgusto, le había pedido a mi amigo y colega periodista, Alfonso Carbonell, que no notificase de mi detención a Karito, mi novia de entonces, por lo menos hasta que ya nos hubiésemos alejado de la casa.
—Está usted muy tranquilo —me dijo unas horas antes una agente que participó en el impresionante operativo, mientras esperaba que me explicaran por qué no tenían la orden de aprehensión a la mano.
—No he hecho nada malo; no soy ningún delincuente y ustedes lo saben —le respondí.
Guardaron silencio y voltearon ver hacia el tejado de las casas vecinas a la mía.
—Es más —agregué—, ustedes mismos están consientes de la situación y saben que esto es una orden directa de Pablo Salazar, que no tolera la crítica a su pésimo gobierno.
—Nosotros solo cumplimos órdenes —terció uno de los comandantes, con cierta amabilidad. —Entiéndanos, no tenemos nada contra usted; a nosotros nos mandan y solo obedecemos. No nos haga difícil este momento —pidió.
—No me estoy oponiendo a la detención, solo quiero que estén conscientes que en éste momento, no me están presentando ninguna orden de aprehensión, lo que me obliga a pensar que, en el mejor de los casos para ustedes, es la misma con que me detuvieron en octubre del año pasado… Y me dejaron libre porque, según sus jefes, hubo una equivocación, lo cual, en términos legales y jurídicos, fue un secuestro… Y no dudo que con ese mismo documento me detengan de nuevo ésta noche.
—Sí, pero nosotros solo cumplimos órdenes superiores.
Contrario a la detención ocurrida el 11 de octubre del 2005, la orden de aprehensión que me presentaron una vez que llegamos a las instalaciones de la entonces Fiscalía General, ésta estaba impecable, legible. La anterior ocasión, los dos agentes presentaron un papel raído, borroso, doblado y sucio… Con el mismo número de expediente y oficio.
Esta vez no eran solo dos los captores: ¡eran docenas! Tres vehículos de lujo compactos, cuatro camionetas con logotipos de la Fiscalía y dos camionetas con toldos cubiertos con lonas. A mis espaldas, justo a la entrada del Domo del ISSTECH —pecho en tierra— varios hombres con armas de largo alcance apuntaban hacia donde se llevaba a cabo la detención. Otro, con un lanzagranadas, estaba en posición de ataque atrás de un vehículo particular. Pistola en mano, otros policías corrían por todas partes y ordenaban a los escasos automovilistas alejarse del lugar. Dos camionetas con policías de Seguridad Pública del Estado y municipales, pasaron por el lugar y recibieron la orden de retirarse.
—Es un operativo especial, tenemos todo controlado —informaron a sus iguales.
Se alejaron lentamente, lo que provocó la ira de uno de los comandantes, vestido de civil, que portaba un chaleco antibalas, dos pistolas al cinto y era protegido por tres hombres, armados con rifles de alto poder.
—Cómo si fuese el más grande de los delincuentes me están deteniendo, ni que fuera narcotraficante —cavile riéndome por dentro.
—Dile a esos pendejos que se vayan, que circulen; toma el número de la patrulla para reportarlo —berreó y ordenó a los otros comandantes que cerrase el boulevard mientras terminaba el operativo.
Alfonso Carbonell había ingresado a mi casa para tomar una chamarra y un par de zapatos. Por lo menos no tenían intenciones de llevarme descalzo y en playera a un lugar lóbrego como lo es El Amate.
Unos momentos antes, junto con Karito y Alfonso, disfrutamos de una agradable velada. Bebimos vodka, cenamos y escuchamos música. Fue la extensión de una tarde bohemia con periodistas y amigos. Dos extrañas llamadas a mi celular nos sobresaltaron; nos molestaron porqué interrumpían la agradable tertulia. Nadie respondió al otro lado de la línea y colgué las dos veces. Provenían de teléfonos públicos. Ni forma de contactar al interlocutor fantasma.
Cerca de las dos de la mañana, Karito subió a su recamara a dormir y nos quedamos con Carbonell tomando la famosa “caminera”. A las tres, la caminera había perdido su objetivo y no encontrábamos el camino a la sobriedad. Alfonso, al fin, anunció su retirada y me ofrecí acompañarlo a tomar un taxi. En la esquina, vi a una pareja abrazada, besándose sin pudor alguno en plena calle. Dos minutos más tarde, esa misma pareja y decenas de policías, corrían, gritaban, cortaban cartucho y nos rodeaban…

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